Para Salvador Costanzo la pintura no es un lugar para que se precipiten nuevas ideas, sino un espacio de desarrollo y permanencia de conceptos adquiridos. Sin embargo, la manera de perseverar sobre una personal ordenación plástica lo enaltece porque muestra, una y otra vez, aquello que es: un niño que juega al infinito con la permanente estructura de su ser.

Como un chico travieso que se hizo amigo de los magos, Costanzo alcanzó un orden mental sensible e indestructible, pero que ante la mirada del iniciado no permanece intacto. Una vista rápida y superficial no reconocería vicisitudes o acontecimientos que están presentes en las imágenes. Pequeños planos de color, ubicados en un sector de la tela, por instantes desaparecen y reaparecen en una nueva sección. En otros momentos es la intensidad de la luz la que se disuelve, en su recorrido, como una lluvia de luminosidad; o por el contrario, concentra su energía con tal fuerza que borra los rastros de color a su paso. Estos cambios sutiles pueden no ser vistos y pasar inadvertidos del mismo modo que sucede con el acostumbramiento diario de quienes necesitan en las noticias oír tronar el escarmiento.

Pero Salvador Costanzo no se deja tentar por ello, en su cosmovisión del mundo queda retratada la más conmovedora de las confidencias: los accidentes del alma humana.

Julio Sapollnik